martes, septiembre 10

Nectandra

Si alguien mirase a Nectandra desde el firmamento, nunca pensaría que ese bosque inmenso esconde una ciudad oscura.Allí no hay luz solar. Un cielo verde, el amplio y denso follaje de los árboles supernos indica una competencia incesante que hace crecer lentamente sus troncos milenarios. Por tierra, no existe más que  suelo y ramas caídas. La savia emanada del bosque, es bebida por las cándidas criaturas que moran su lar. Corre siempre una brisa cálida estremeciendo las hendiduras de los refugios y silbando canciones para que sus risueños habitantes se contenten. Nadie sabe cómo se fundó Nectandra, y nadie sabe cómo es vivir a la luz del día. Existe algo intrínseco en este bosque que despierta un profundo y sincero amor a los oriundos y pasajeros, todos son obligados a permanecer junto a él por siempre.Pese a la noche permanente, existe una penumbra constante. Sus habitantes no necesitan fuego para alumbrar, siempre hay luminiscencia por donde quiera que estén. Cada quien duerme con su pareja cuando cansados están, acurrucados en moradas sin techos, no conocen lluvia tampoco. Los hombres galavardos hilan y tejen con telares antiquísimos, finos paños de matices metálicos y ambarinos. Con ellos confeccionan pampanillas que los protegen de las miradas. Tímidos y reservados, al contrario de las mujeres, que con su piel suave y la tersura de sus sinuosos cuerpos, recorren caminos y senderos, al buscar y traer los frutos que alimentan al amor que sienten unos por otros.Será por esas cosas que son difíciles de alcanzar, como subir un árbol de Nectandra hasta ver el cielo, que tampoco saben mirarse a los ojos, porque si cruzan sus miradas se encandilan con el aura que irradia el cuerpo del prójimo.

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