¡Qué agravio! ¡Qué desparpajo! ¡Qué sinvergüenza!
En mi mano tenía cargada una cachetada que no quiso gritar. Por piedad a la bella velada me dije "no vale la pena", pero continuó con todo esa palabrería saliendo de su cara insulsa, que se lave con jabón por boca sucia. Y sin querer una espuma espesa comenzó a emanar de su lengua reventada, chorreando sobre la blusa e impregnándola con su tinte níveo azucarado.
Toda la blancura se me hizo lienzo y con los fósforos de la ira encendí el retrato de la injuria, una marca de nacimiento en los labios, y el beso de buenas noches apestado en pesadillas. La mueca del niño, que en sus brazos lleva una tarde noche de verano con el secreto viejo y ámbar de su madre como un asco incauto.
Toda esa tradición inventada tiempo atrás, que ahora en mis manos olvidaderas, comienza a desvanecerse.