Quién sabrá qué es la rutina en esta urbe donde el reloj un simple mito y la necesidad futura es inminente. Todo el tiempo se dilata, extiende, crece en la creencia del algún día y suceder. Nada comienza, nadie se consuma. Bebés por nacer detrás de orgasmos que no llegaron, mentiras interminables, todos marcharán en el camino que circundando observa conflictos envasados y distribuidos entre sus habitantes. Así les va, prehistoria actual y pocas expectativas. Analfabetos que eligen, adoran, veneran un monarca idiota e infinito. Rey viviendo en la acrópolis, el punto alto o bajo de la ciudad. Son incompletos sus ojos nobles que verán todos los días la capital, deseando continuar con lo nunca comenzado, sin temor a lo próximo e infausto. Sólo en pozos queda algo de esperanza, donde permanecerán escondidos hasta que los cielos se hundan sobre sus cabezas casi por casualidad y la noche arribe sin merecer.
Dónde estará el cementerio y dónde el hospital se pregunta una paloma que no sabe volar, cansada de esperar migajas de pan. La muerte acecha sin temor alguno, cómplice con risas de ingenuidad. Naif no respirará más que las pisadas proyectadas en la huida final. El abandono se apropiará de las familias, lágrimas cayendo en suelos irregulares. Cables que surcan los cielos, gritan con franca humildad. Cada quien pensará arduamente, quemados de pensar qué harán a quién recurrir y a quién echarán las culpas sino al monarca, que ahora se acuesta a patalear y berrinchar. Cuando la vida no-viva de la hoja sin árbol, llegue o salga de su estar transitando el río, la tierra, los campos, las camas, las paredes, las luces, las guirnaldas, las telarañas comenzarán a vibrar. Lentamente todo caerá hacia arriba y por detrás de la gran masa de agua que envuelve en la profundidad a Encéfiro y lo hace acabar como fósil, acurrucado en el mar.